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Autora: Jeanette Muñoz

Los que llegan con el viento

Llegaban en febrero, con los primeros días del mes. Todos los presentíamos, pero nadie se atrevía a hablar de ellos. Incluso los más pequeños del pueblo sabían que debían guardar silencio y se limitaban a espiar los movimientos de los mayores.

El día primero de ese mes, como cada año, el aire del pueblo se estancó: ni una sola hoja se movía en las jacarandas de la plaza, ni una sola brizna del campo. Los animales también cayeron en letargo. Los perros se acurrucaron bajo los portales del mercado y ahí se quedaron durante cinco días seguidos hasta que los otros se fueron. Las aves se escondieron, no se sabe dónde, pues todos los nidos se veían vacíos, incluso los de las palomas que viven en la torre de la iglesia. Sólo los gatos siguieron con sus conciertos nocturnos, indiferentes al temor generalizado y a la inminente llegada de los otros.
          Ese día, la luz del Sol se apoderó del pueblo. Golpeó con olas de calor seco a las mujeres que se atrevieron a salir rumbo al dispensario y a los hombres que se animaron a ir al campo a trabajar. Hubo un par de niños desmayados en el patio de la escuela y otros tantos que pagaron con hemorragias nasales la fechoría de salir a brincar al avioncito, a pesar de las advertencias de sus madres.

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Árbol, licencia CC0/Freepik.com

Yo tenía 13 años y me quedé toda la mañana y toda la tarde pegada a la ventana con un libro entre las manos. Estaba asustada, pero también deseosa de verlos llegar. No sabía cómo eran ni qué eran. Pero quería verlos, más que ninguna otra cosa en el mundo. ¡Qué importaban las amenazas de papá o la abuela! De nada valían los peligros de los que me advertían: "¡Te llevarán lejos!", "nunca más volveremos a saber de ti!", "te arrastrarán hasta el cerro y allá te quedarás para siempre, perdida!", "se llevarán tu alma y jamás nos volverás a ver…!".
          Los años pasados, me metía en la cama con mamá, los cuatro o cinco días que duraban los vientos. Enrollada en el cobertor a cuadros, oía temerosa las campanas enloquecidas de la iglesia. Me apretaba al pecho materno cada vez que el quejido de una ráfaga de viento se colaba por debajo de la puerta y que una rama se estrellaba contra los guardaventanas de madera. De vez en cuando, entre el tumulto, me llegaban las voces de la abuela, que rezaba desafiando a las quejumbrosas ráfagas.

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Asustados, licencia CC0/Freepik.com

          Esta vez sería diferente, ya era mayor y me había propuesto develar para siempre el misterio. ¡Yo les mostraría a las personas del pueblo quiénes eran los otros, aunque me arrastraran de una pierna hasta el cerro!
          A eso de las diez de la noche del primer día de febrero, el calor asfixiante dio paso a un rocío frío que al caer en el patio de la casa se volvía hielo. "Es hora", anunció papá, y todos se dispusieron a sellar la casa. Mi tarea era tapiar una de las ventanas. Tomé las tablas, el martillo y los clavos y fingí asegurarla. Ocupados como estaban, nadie se percató de mis débiles esfuerzos en el trabajo: un breve jalón bastaría para quitar cualquiera de esos pedazos de madera.
          El ambiente era de miedo y espera. No hablábamos entre nosotros; papá y mamá, por estar sumidos en su propia angustia; la abuela, por tener ocupada la mente con sus oraciones, y yo, por aguardar con impaciencia el momento exacto en que debía escapar. Cada uno de nosotros se fue a su cuarto. Antes de cerrar mi puerta, pude ver la mirada angustiada de mi madre que, con los ojos, me invitaba a compartir su refugio; pero no… este año no.

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Sopla el viento, licencia CC0/Freepik.com

          Me puse mi mejor chamarra, mis orejeras y unos guantes, y luego me senté en el borde de la cama. Afuera se adivinaba la calle desierta: ni una sola voz, ni un solo paso. Sólo se distinguía el frenético maullido de los gatos y los golpes de sus saltos sobre el techo.
          Pronto sonó la campanada de la una de la madrugada en el reloj… Como motivado por la hora, el viento comenzó a aullar en el pueblo. ¡Los otros habían llegado!
          El sonido era ensordecedor, tormentoso. Causaba una extraña opresión en el pecho, parecida a lo que sientes cuando tienes el presentimiento de que algo está por llegar. Hice un gran esfuerzo para no correr a la habitación de mis padres: "¡No, este año, no!…" Me puse de pie y me dirigí a la ventana que yo había "tapiado". Sin mucho esfuerzo, retiré la madera y abrí.

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Aire, licencia CC0/Freepik.com

En cuanto mi cuerpo salió, la fuerza descomunal del aire me arrojó al piso. Con mucho esfuerzo me levanté y traté de cerrar la ventana. Fue inútil, el aire quebró el vidrio y lo esparció por todos los rincones de la calle. Miré hacia adentro, para ver si alguien había salido por el estruendo, pero todos seguían encerrados en su habitación, ensordecidos por el aullido general. Luchando contra esa fuerza que me empujaba y parecía querer tenerme contra el suelo, me levanté y me puse de espaldas al viento. Caminé unos cuantos pasos y logré agarrarme del tronco del ahuehuete que queda frente a mi casa y parte la calzada en dos. Entonces los vi: ¡Eran los otros!

Arrastrados por el viento, caminaban en dirección al cerro. Iban callados, formados uno tras otro en procesión, muy lento. Mujeres, hombres, niñas y niños. Todos en silencio, cabizbajos, con la piel pálida y los ojos hundidos, como si hubieran llorado, de una sola vez, todas las penas del mundo. Contrario a lo que creía la gente del pueblo, los otros no daban miedo. Causaban tristeza, una muy profunda que se iba metiendo de a poquito en el corazón. Sin embargo, sí había un detalle perturbador sobre ellos: los conocía a todos.

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Abrazando oso, licencia CC0/Pexels.com

          Distinguí a la maestra Matilde, con su bolsa de piel negra y sus libros bajo el brazo; a Mateo, el panadero, siempre vestido con camiseta y delantal blancos; a mi amiga Carolina; a la fastidiosa de Cecilia y a su novio Diego. El pueblo entero estaba ahí, pero también en sus casas, oculto, bajo sus mantas.
          A eso de las diez de la noche del primer día de febrero, el calor asfixiante dio paso a un rocío frío que al caer en el patio de la casa se volvía hielo. "Es hora", anunció papá, y todos se dispusieron a sellar la casa. Mi tarea era tapiar una de las ventanas. Tomé las tablas, el martillo y los clavos y fingí asegurarla. Ocupados como estaban, nadie se percató de mis débiles esfuerzos en el trabajo: un breve jalón bastaría para quitar cualquiera de esos pedazos de madera.
          Entre la multitud distinguí a mi madre, abrazando con todas sus fuerzas un oso de peluche idéntico al que siempre tiene en la cabecera de su cama. Mi papá venía detrás de ella, con el brazo extendido para tocarla, pero sin poder alcanzarla. Vi también a mi abuela, quien pasaba mecánicamente las cuentas del rosario mientras seguía murmurando sus oraciones; y a la señora Juana que, en su otra versión, luchaba por su vida en la cama de un hospital.
           También estaba yo, mi versión triste, con cabellos trenzados, las uñas mordidas y las agujetas desamarradas. Salí de mi escondite al verla y me adentré en la multitud para alcanzarla. Aunque en mi carrera golpeé a varias personas, nadie me prestó atención… ¡Tan ocupados estaban con sus penas! Me alcancé antes de dar vuelta a la calle. Al sentir mi mano sobre el hombro de mi versión triste, se volvió para verme. Una expresión de desconcierto se reflejó en sus ojos llorosos y luego se detuvo. La tomé de la mano y la saqué de la procesión.
          — ¡Hola, Eliza! — Grité para vencer el estruendo del viento.
          — ¿No me tienes miedo? — Me contestó inclinándose hacia mi oído.
          — No.—

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Hojas de jacarandas, licencia CC0/Pixabay.com

En cuanto pronuncié la palabra, la procesión se detuvo y los otros centraron su atención en nosotras dos. Ella lo notó y me jaló del brazo. En cuanto comenzamos a caminar, los otros reanudaron su andar. Avanzamos en sentido contrario a la procesión y pronto la dejamos atrás. Salimos al campo, donde el viento era mucho más lento y silencioso. La noche era clara y nos quedamos unos minutos viéndonos la una a la otra: las cejas raras que tanto he querido depilar, la cicatriz del lado derecho de la frente, los cabellos necios que se niegan a entrar en la trenza. Era idéntica a mí, a excepción de esos ojos irritados por el llanto.

Nos sentamos en la tierra.

— ¿En verdad eres yo? —, pregunté, y ella asintió con la cabeza.

— Soy tu versión triste, la que casi siempre intentas ocultar porque te da vergüenza. Soy la Eliza que llega de la escuela y pone la cara bajo la almohada, la que reprimes cuando una lágrima quiere escapar a la mitad de la clase, la que escondes para que mamá no crea que lo está haciendo mal.

          — Perdón. Lo siento, yo…
          —No. Siempre te han dicho que debes hacerlo. Para ustedes es una obligación estar bien y parecer felices. En este pueblo todos esconden su tristeza, la entierran para que se muera, pero al intentarlo, se dividen, crean a dos personas diferentes, una que muestran y otra que ocultan…
          — ¡Ustedes son la parte de nosotros que escondemos!
          — Este pueblo tiene tanta tristeza que desencadena una tormenta de angustia. Por unos cuantos días, son ustedes los que tienen que esconderse y no nosotros.
          — ¿Por qué has llorado tanto?
          — ¿No lo sabes?
          — Chema… Lo extraño. Quisiera volver a verlo.
          — También mamá. Sufre tanto que ya no puede detener más a su otra parte y pronto ocupará su lugar. Papá está triste porque desea ayudarla y no encuentra cómo…
          — Y, sin embargo, ellos siempre parecen felices…
          — Como tú, Eliza… Y como todos… Cada una de las personas del pueblo tiene a su doble. Y nos temen y se ocultan de nosotros, cuando no pueden escondernos.
          No pude decir más. Tomé sus manos y la miré a los ojos. En sus pupilas, vi aquella mañana en la que Carolina se enojó conmigo porque me negué a escaparme del salón con ella. Recordé, también, el día en que Diego me dejó hablando sola en el patio porque vio pasar a Cecilia. No pude entregarle el dibujo que le había hecho durante toda la semana.
          Más hacia el fondo de los ojos de mi versión triste, encontré el día en que velamos a Chema, mi hermano menor. Murió hace dos años. Se escapó de clases y se fue solo al cerro. Tenía sólo cinco años, se perdió. Lo buscamos toda una semana. Dijeron que murió de frío. Desvié la vista para no seguir viendo a la otra yo.
          — ¡Ya sé por qué los odian! —, le grité y arrastré mi cuerpo para alejarme de ella. La desesperación hacía que me dolieran las piernas, los brazos, el pecho… no podía respirar.

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Figuras, licencia CC0/Rawpixel.com

          — ¡Vamos, es tu turno de llorar! ¡Yo ya lloré suficiente, te toca! — Me gritó la otra y tomó entre sus manos mi cara para obligarme a seguir viendo en sus ojos. No, no quería ver más, era imposible soportar aquello…
          Mamá estaba en la cama de su habitación abrazando el oso de peluche de Chema, el peludito que lleva una camisa azul. Mi padre se acercó para abrazarla, pero ella empujó su brazo y él se limitó a sentarse a un lado. Yo entré para verlos y decirles que también estaba ahí, que también estaba sufriendo. No me escucharon, no me vieron. Ambos siguieron con la vista clavada en el muñeco que mamá tenía en sus brazos.
          Un gemido atravesó el campo. Salió de mi garganta, de lo más profundo de mi pecho. Me zafé con fuerza de las manos de la otra, la empujé y la tiré al suelo. Me abalancé sobre ella y le di una bofetada. Ella ni siquiera intentó defenderse.
          Me levanté desesperada, queriendo huir hacia no sé dónde. El pecho me dolía… no podía respirar. Y luego, ahí estaba, el llanto, las lágrimas que no habían salido en dos años comenzaron a brotar de repente. Me volví a sentar en el piso y abracé mis rodillas. La otra se acercó a mí y me cubrió con su cuerpo. Poco a poco dejé de sentir su peso.
          No sé por cuánto tiempo lloré. Cuando levanté la cabeza ya era de mañana, pero el viento seguía golpeando al pueblo. Me levanté y busqué a la otra, pero ya no estaba. El llanto ayudó a que se uniera a mí.
          — Perdóname… Perdóname, Eliza. — "Te perdono", susurré para mis adentros.
          Regresé corriendo al pueblo y entré a la casa por la ventana rota. Afuera la peregrinación proseguía. Fui al cuarto de mis padres, quienes, aterrorizados, se ocultaban en su cama.
          — ¡Vamos! — Les grité, mientras los jalaba con todas mis fuerzas para sacarlos de la cama y el cuarto. Me miraron asustados de que hubiera perdido la razón. Les supliqué y, finalmente, decidieron seguirme.
          Salimos a la calle y se quedaron helados ante el espectáculo. Los jalé para que me siguieran hacia la procesión. Caminamos cerca de una hora con dirección al cerro, hasta que por fin distinguí a sus dobles entre la multitud. Noté cómo palidecieron cuando vieron a sus versiones tristes. Nos acercamos a los otros padres, y cada uno tocó del hombro a su doble. Cada pareja salió del pueblo por lados distintos. Yo seguí a la que formaban mis dos madres. Las seguí hasta la carretera que lleva a Cerritos. Me senté en una banqueta, cuidando que una jardinera me ocultara a sus ojos. Ninguna de las dos reparó en mi presencia.

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Árboles de jacarandas, licencia CC0/Pexels.com

Aunque no alcanzaba a escuchar sus palabras, supe que mi madre le suplicaba a la otra una tregua. Vi cómo ella rechazaba a mi madre y la derribaba. Reprimí el impulso de socorrerla. La otra, con un odio inaudito, se abalanzó contra el cuerpo desprotegido de su rival y comenzó a patearle la cabeza, el pecho y el vientre.

Mi madre sólo se encogía tratando de protegerse la cara. Después de no sé cuánto tiempo, por fin detuvo con sus manos la pierna de la agresora. Se sentó en el asfalto y le quitó a la otra el muñeco que llevaba consigo. Lo aprisionó contra su pecho, mientras sus hombros bajaban y subían al ritmo de su desahogo.

Lloré junto con mis madres y nuestros gemidos fueron silenciados por la tempestad.

Con la garganta hecha nudos, salí de mi escondite y me encaminé a la plaza. Me quedé frente al reloj, aturdida por el ruido del viento y el lento deambular de los otros.

Hacia el atardecer vi regresar a mis padres, con la expresión triste que había esperado ver a la muerte de Chema, pero que siempre me ocultaron. En cuanto se vieron, se abrazaron y acercaron sus rostros para murmurarse al oído sus confesiones.

Regresamos a la casa y comimos en silencio. Poco a poco el viento fue amainando y cuatro días después desapareció. Intentamos contarle a la abuela lo sucedido y se burló de nuestra imaginación. De hecho, nadie nos creyó. Todo el mundo se negó a hablar de los otros por un año: "¿Cómo iban a tener dobles tristes los habitantes de esa tierra, los pobladores de San Felipe de la Felicidad?".


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